Yo soy ella
...gracias y a la jodida
miércoles, 1 de agosto de 2007
PIN PON ES UN MUÑECO MUY GUAPO Y DE CARTON

Llevo 1 año 8 meses laborando en un hospital. Un hospital es un lugar bastante especial, siempre hay cosas que hacer y siempre nuevas cosas que ver y aprender. En este hospital he aprendido cosas bastante interesantes; aprendí a fuerza a leer terminología médica y hablar con tecnicismos, pero sobre todo he aprendido a limpiar heridas, heridas tanto internas como externas, y lágrimas, aprendí a limpiar y a enjugar lágrimas.

Con el paso de los meses y por mi salud emocional y mental aprendí a poner mi barrera. Durante mi estancia en el área de VIH, descubrí que al hablarle al paciente con tecnicismos era más fácil para evitar el dolor (el propio, te hacías menos humano) y no involucrarme emocionalmente tanto con él, y de esta manera reducir los 45 minutos que me tomaba al principio el darle una mala noticia.

Roté por las diferentes áreas del hospital, hasta que al fin me establecí y me volví trabajadora oficial del Seguro Social. Fue bueno al fin estar estable en un lugar y tener mi propio espacio, todo era más tranquilo, hasta que me llegó la oferta de trabajar en el área de cancerología del hospital, específicamente en el área de pediatría. – Pero por supuesto- dije yo, pensé que después de la experiencia en VIH nada podía moverme internamente. Que equivocación.

Empecé en el área de Cancerología el 02 de Junio y tú llegaste el 12 de ese mismo mes. Recuerdo que cuando fui a verte por primera vez a tu cama, respiré profundo, ya que tú ibas a ser mi paciente directo, tú, un niño de 8 años. Activé en mí la” modalidad robot” (como solías decir… –“Es que todos parecen que andan en modalidad robot”-).

Venías del DIF y no tenías mamá, ni papá, no tenías a nadie, te habían abandonado por tener cancer. Al acercarme a tu cama lo primero que me dijiste fue – “¡Que bonita estas!, si yo tuviera una hermana, seguro sería igualita que usted… yo no tengo hermanos, ¿Podrías ser mi hermanita mientras estoy aquí en el hospital y me curo?”- Me diste en la madre cuando dijiste eso. Tú y yo sabíamos que no te ibas a curar, ya estabas en cuidados paliativos… -Claro Roberto, tú y yo seremos hermanitos…- y en ese momento me perdí y mi pared se derrumbó.

Eras un niño demasiado inteligente, siempre, todas las mañanas me veías entrar a las carreras, regañando gente, y sobre todo regañándome a mi misma –Hay gueris (así me decías) a veces te tomas demasiado en serio, relájate, no te presiones demasiado, al fin que la mayoría de los niños que estamos en este hospital no vamos a sobrevivir…­- Y me cayó el veinte… “niños, estoy tratando con niños”, tú eras un niño, un niño con cáncer, uno más de la estadística, un no sobreviviente.

Y de nuevo la negación y el bloqueo… -No, tu no te vas a morir, mis hermanos no se mueren- y te conté la historia de lo que le pasó a mi hermano…

A los dos nos daba “ñañaras” estar en el cuarto piso, por que al igual que a mí, a ti también te daban pavor los temblores. Gracias a ti me curé, cuando tembló un viernes por la mañana, y estaba en mi escritorio, lo sentí de nuevo, como siempre, ese frío recorriendo y paralizándome, y entonces me acordé de ti, y en una fracción de segundo ya estaba corriendo por el pasillo, no paré hasta que llegué a tu cama… -¿lo sentiste?- te dije –¡Órale! ¡Te moviste!- respondiste. En verdad me había movido...me había movido por ti. Sentí una tremenda necesidad de abrazarte, me mordí el labio y me dije a mi misma, “no te involucres, no cruces la línea”, ya era demasiado tarde.

Empecé a llegar más temprano para terminar antes el papeleo diario y a salir mucho después de mi hora de salida, todo para poder estar más tiempo contigo. Te regalé muchos de mis cuentos, me decías que tu favorito era el niño que viajaba por los mares en el barco de papel; nunca te lo dije pero ese niño eras tú, ese cuento lo escribí pensando en ti.

Me hacías reír, me hacías pensar, me hacías enojar, movías tantas cosas en mí y yo trataba de negarlo, trataba de convencerme de que todavía la relación contigo era profesional, que no había cruzado la línea, pero me importabas, me importabas demasiado, me aprendí de memoria tus horarios, me aprendí tus pastillas y la hora en que debías tomarlas. Me partía el corazón verte mal después de tus sesiones, verte descompuesto era lo peor, nunca te diste cuenta, pero yo me iba a llorar al baño. Como era posible, ¿Por qué?, me preguntaba, por que un niño de 8 años, no era justo, era cruel, tú no deberías de estar ahí, tu no deberías de estar sufriendo, llorando, muriendo, tu deberías de estar en la escuela, aprendiendo las tablas, jugando fútbol y raspándote las rodillas, no en ese lugar, no en esa cama, no con cáncer.

Y todos los días me iba del hospital con un nudo en la garganta, con el hueco en el estómago, me iba pensando que toda la tarde ibas a estar solo, que no tenías a nadie… como era posible que te hayan abandonado, que crueldad. Y me enojaba, me enojaba mucho.

Recuerdo el día que andaba como loca por que se acercaba la fecha de inspección, me mandaste hablar y muy seriamente me dijiste: –Siéntate, ¿Por qué estás tan triste?- y yo te contesté que no tenía tiempo, que necesitaba acabar el papeleo y terminar mis reportes, que al ratito platicaba contigo, y que no, no estaba triste, entonces saliste con la brillante frase: “tu podrás decir eso hermanita, pero tus ojos dicen otra cosa”. Siempre he dicho que mis ojos son mis más grandes detractores. Y decidí sincerarme contigo, y te conté mis tristezas, te conté que llevaba tiempo sintiéndome sola, que en mi vida profesional todo iba viento en popa, pero que mi vida personal estaba un poco empobrecida, que casi no salía, que los fines de semana terminaba muerta y no era que no tuviera amigos, ni que no disfrutara mi independencia, si no que, como me dijiste “te gustaría compartirla con alguien”, y te dije, “así es, me gustaría compartir, compartir es la palabra”.

Pasábamos mucho tiempo platicando, me decías que yo era bien “chistosa”, que no conocías a nadie grande que supiera tanto de caricaturas. No podías creer que me gustara Bob esponja y yo no podía creer que no conocieras al Rey León, te conté que esa era mi película infantil favorita, que lloraba mares cuando se moría Mufasa, y que cuando niña siempre la volvía ver con la esperanza de que no muriera. Te reías de mí. Cuando te llevé la película para que la vieras, no pude dejar de verte ni un momento y tampoco pude dejar de preguntarme, que era lo que estabas pensando, no estabas viendo la película con ojos de niño, tus ojos reflejaban otra cosa. Cuando terminó la película me dijiste “ojala todos fuéramos Simba, ojala yo fuera Simba y tener una segunda oportunidad”.¡¡Puta madre!! Temblé de coraje, me dolió el estómago y quise gritar. Te abrace y lloraste en mis brazos.

Tu canción favorita era la de Pin Pon, siempre la cantabas, te llegué a decir que eso ya me estaba irritando, que buscaras otra canción, y tu solo decías, entiéndeme. No lo entendí hasta después… tu mamá solía cantarla antes de que se fuera.

Te fuiste un Miércoles a las 11:37 de la mañana, tu cuerpo cansado no aguantó más, días previos me comentabas que estabas listo, que tu misión estaba cumplida, que ya no tenías nada que hacer, que lo hecho, hecho estaba, y estabas tranquilo y sereno, el miedo se había ido y que yo, yo tenía que aceptarlo, me agradeciste por haberte enmendado el corazón, por haberte hecho sentir querido, y aliviar la culpa que sentías y sobre todo por que dejaste de sentirte abandonado. Te sostuve la mano y no pude evitar llorar, me abrí, al fin me abrí y te di las gracias, te dije que gracias a ti me convertí en mejor persona, te di las gracias por haberme tocado el corazón y hacerlo latir de nuevo, te di las gracias por haber hecho en mí, lo que nadie. Al final no sufriste y te fuiste tranquilo.

Me enseñaste tantas cosas, me hiciste sentir mi humanidad de nuevo, deje de poner murallas a mí alrededor, me inspiraste en todos los sentidos, me cambiaste la perspectiva de las cosas, las letras en mi cuaderno empastado dejaron de ser amargas y negras, deje de explotar mi dolor en ellas… deje de autocompadecerme y flagelarme por lo que no se puede y no puedo cambiar. ¡¡¡Comencé a pintar de nuevo!!! Y entonces empecé a aceptarme, a introyectar ese ser humano que soy, a esta persona con tantas cosas buenas, tan imperfecta, tan yo. Volví a mí, y me di cuenta de lo mucho que me había extrañando.

Gracias a ti me di cuenta de que lo que en verdad quiero, no está en un hospital. El hospital me mecaniza, me bloquea, no me deja sentir, no me deja ser yo. Y ya no quiero dejar de ser yo. Me voy del hospital, al menos por ahora, lo dejo por mi bien, por que es lo que quiero, por que lo que quiero esta allá afuera con la gente, no encerrada, atrapada en las paredes frías del hospital. He vuelto a ser cálida de nuevo, hasta yo lo veo en mis ojos. Hoy salí y ya no tengo miedo de sentir, al contrario, estoy emocionada por hacerlo, quiero sentir de nuevo, por que a mis casi 22 años (apenas 22), me había estado sintiendo como una vieja de 60, me había estado privando de tantas cosas y postergando muchas más, me había estado evitando a mi misma de manera increíble, estaba dejando mi vida para después.

Hoy Roberto, te dedico mi futuro, te dedico mi cambio a tesis, por que soy capaz de hacer algo grande y lo haré gracias a ti, por que ya no tengo miedo de mí, por que el tiempo es ahora mío, y es ahora cuando decido. Soy libre y ligera. Y ahora sé que soy capaz de todo.

Roberto Carlos Luna Mayoral
14 de Octubre de 1999 – 25 de Julio de 2007

¡Gracias Robbie!

Ya pues...
Fin, huyan.